Una mujer tuvo que llevar un colchón en el colectivo. Alguien le sacó una foto, la subió a las redes y muchos se burlaron de ella. Esta fue su respuesta:
"Me criticaron por ser pobre, no me criticaron por comprar, con mucho esfuerzo mi colchón nuevo, no me felicitaron por ser una mujer autosuficiente.
Me dijeron de todo, se burlaron porque subí al transporte público, que afortunadamente no llevaba tanta gente, el chófer fue amable. Soy jefa de familia y quienes lo son me van a entender, que uno hace posible lo imposible para sacar adelante la familia, pero hay gente buena, si la hay, en algún lugar.
Ya no dormimos en las tablas duras con la colchoneta, mis hijos no sabían que se podía dormir sobre algodones, yo despertaba adolorida, pocos entenderán de que hablo"
Jesús, que conoce el corazón humano, no ignora las motivaciones más escondidas. Dice: «¿Cómo puedes decir a tu hermano: Hermano, déjame sacarte la mota de tu ojo, cuando no ves la viga que hay en el tuyo?» (Lucas 6,41). Puedo servirme de las faltas de los demás para afirmar mis propias cualidades. Las razones para juzgar a mi prójimo fomentan mi amor propio (véase Lucas 18,9-14). Pero si estoy al acecho de la mínima falta de mi prójimo, ¿acaso no será para no tener que enfrentarme con mis propios problemas? Las miles de faltas que le encuentro tampoco prueban que valgo más que él. La severidad de mi juicio quizás no haga más que esconder mi propia inseguridad, mi miedo a ser juzgado.
Jesús habló dos veces del ojo «enfermo» o «malo» (Mateo 6,23 y 20,15). Califica de este modo a la mirada enturbiada por la envidia. El ojo enfermo admira, envidia y juzga al prójimo al mismo tiempo. Cuando admiro a mi prójimo por sus cualidades pero al mismo tiempo me da envidia, el ojo se vuelve malo.
Ya no veo la realidad como es, incluso puede ocurrir que juzgue a alguien por un daño imaginario que nunca ha cometido.